Tratado de Escazú
Por: Germán Vargas Lleras
Sorprende que mientras el Gobierno no ha presentado ni se preocupa por impulsar la reglamentación de las consultas previas, el presidente Duque se haya comprometido con la ratificación en el Congreso del llamado Tratado de Escazú. Y no de cualquier manera, sino inexplicablemente con mensaje de urgencia.
Con el aplauso de las ONG ambientales, el Presidente dijo que el tratado era el resultado de una gran conversación nacional con todos los sectores. Conversación que, por cierto, no se ha realizado, al menos con los sectores que se verán seriamente afectados, como el de transporte e infraestructura, el minero-energético, el agroindustrial, el turístico y tantos otros en los que se apoya la reactivación de nuestra economía y que ya tienen, motivo consulta y licenciamientos, más de 9.000 proyectos paralizados en el país.
Como toda iniciativa tramposa, el objetivo de Escazú no podía ser otro que el de luchar contra la desigualdad y la discriminación y garantizar los derechos a un ambiente sano y al desarrollo sostenible. Para conseguirlo, se plantean tres compromisos centrales. El acceso a la información, la participación ciudadana en las decisiones y la justicia ambiental.
El tratado es abundante en principios rectores. Entre ellos, el muy polémico de la precaución, con el cual se puede detener cualquier intervención con la mera sospecha de un potencial daño, el también muy controvertido principio precautorio y aquellos de la progresividad, igualdad, buena fe, entre otros, que deberán guiar la interpretación de todo el andamiaje legal siempre en favor de las asociaciones y colectividades.
En materia de acceso a la información desaparece el requisito de la legitimación, con lo cual toda persona, sin demostrar interés, queda facultada para solicitar información en el formato y lengua o dialecto que desee a cualquier entidad pública o empresa privada. No es difícil imaginarse las consecuencias de esta norma que introduce cambios en nuestro derecho de petición vigente.
En cuanto a los procesos de participación de las comunidades, señala que debe ser abierto e inclusivo, respetar los marcos normativos nacionales e internacionales y se autorizan revisiones, reexaminaciones y actualizaciones, lo que introduce niveles de inseguridad jurídica inaceptables para el desarrollador de un proyecto. Y ojo: una gran curiosidad, pues este tratado introduce reformas de las consultas previas, pero en este caso sin haber hecho la respectiva consulta a la consulta, como los propios ambientalistas han exigido. Incorpora en este proceso disposiciones internacionales, con lo cual terminamos renunciando a nuestra soberanía; y, claro, ni una palabra de plazos, costos ni efectos vinculantes.
En el ámbito de la justicia, lo más grave es la inversión en la carga de la prueba y la ‘amplia’ legitimación activa, lo cual faculta a cualquiera a pedir lo que quiera ante una jurisdicción ambiental reformada y que ahora deberá incorporar en sus fallos decisiones internacionales aplicables internamente.
En la elaboración de este tratado, que ya ha sido ratificado por Antigua y Barbuda, Argentina, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Guyana, San Cristóbal y Nieves y San Vicente y las Granadinas, en nada intervino el Gobierno. Valdría la pena estudiar en detalle la negativa del Congreso de Chile, que anticipa la de Brasil, en cuanto a la advertencia de que siendo un tratado ambiental también es un tratado de derechos humanos al cual se aplicará, en nuestro caso, el famoso bloque de constitucionalidad.
Con este tratado se hará imposible cualquier proyecto de desarrollo en el país, aumentará la inseguridad jurídica y se multiplicarán los tiempos y la incertidumbre en los procesos de licenciamiento. Por causa del Tratado se abrirá un paraíso de viajes internacionales y jugosos contratos para los activistas profesionales y las ONG que ahora contarán, además, con un arsenal infinito de recursos para oponerse a todo. Ante ese panorama, no se entiende la insistencia. Por fortuna, cada día son más las voces en el Congreso que se preguntan sobre la conveniencia de ratificar este peligroso instrumento. En buena hora, también a este lobo ya se le vieron las orejas.