Vivir dignamente
Por: Germán Vargas Lleras
La semana pasada fue aprobado, en Comisión Primera de la Cámara, el proyecto que consagra el derecho a morir dignamente. Ojalá este corra mejor suerte que los 16 anteriores, incluido el primero, que yo presenté en 1998 y sucumbió, como todos los demás, ante el arrollador cabildeo de la Iglesia, que llevó el debate al plano de vida sagrada contra muerte, desconociendo principios contenidos en fallos de la Corte Constitucional sobre autonomía moral, derechos y libertades del individuo.
La iniciativa que impulsé definía y reglamentaba con precisión el concepto de enfermedad incurable, terminal e irreversible, el cual debería ser refrendado por una junta médica. Se exigía, además, un certificado de rechazo a continuar recibiendo tratamiento médico o quirúrgico por parte del paciente, quien debía ser mayor de edad. El requisito, creo que el más importante, era la constancia del médico sobre el padecimiento de dolor, sufrimiento y angustia del paciente y su inevitable muerte, por lo que también se debía certificar sobre la no existencia de ningún medicamento o tratamiento curativo.
A estos exigentes requisitos se sumaba un examen psiquiátrico para descartar una posible depresión transitoria y que el consentimiento se estuviera otorgando en forma libre, voluntaria y en pleno ejercicio de todas las facultades. Lo anterior para evitar cualquier decisión apresurada, por lo que también se consagraba el retracto en cualquier momento del proceso y se tipificaba como delito cualquier engaño, amenaza o influencia indebida sobre la persona. Y, por supuesto, se reglamentaba la posibilidad de que los familiares pudieran dar el consentimiento si el paciente no estaba en condiciones de hacerlo.
Cumplidos todos estos requisitos la ley garantizaba que ningún médico sería objeto de acción civil, penal o profesional por acto de buena fe, sin negligencia y con el cumplimiento de todas las disposiciones legales. Presenté el proyecto para desarrollar el contenido de la sentencia C-239 de 1997 con ponencia del magistrado Carlos Gaviria, con quien pocas veces coincidí, habiendo compartido con él varios años en la Comisión Primera del Senado, y que había abierto el camino para la llamada eutanasia pasiva. Precisamente, la Corte había señalado que en el caso de los enfermos terminales en que concurriera la voluntad libre del paciente no podría derivarse responsabilidad para el médico, pues la conducta estaba justificada.
Es importante aclarar que el derecho a morir dignamente es distinto a la asistencia al suicidio, en la cual el paciente se da muerte a sí mismo y la intervención del tercero se limita a proporcionarle los medios. Es también distinta a la eutanasia activa, en la que el tercero es el causante de la muerte. Estas figuras son muy diferentes a la que se pretende reglamentar, la eutanasia pasiva, que es la abstención o interrupción de tratamientos artificiales o extremos cuando no hay esperanza de recuperación. El tema aquí, entonces, no es de elección entre vida y muerte, pues se trata de pacientes terminales, sin cura y que están sometidos a intensos sufrimientos. El problema es reconocer que cuando uno ya no tiene ninguna esperanza de vida no asistida lo único que no le pueden quitar o cercenar es su derecho a decidir.
En mi vida privada he actuado con esta convicción. En las diferentes intervenciones quirúrgicas a que me he sometido he solicitado, más bien exigido, que bajo ninguna circunstancia se prolongue mi vida de manera artificial si en algún momento se ven afectadas mis facultades cognitivas. Creo que resulta muy fácil pontificar cuando no se ha tenido que enfrentar esta situación de sufrimiento e impotencia. Ya es hora de aprobar este proyecto y evitar que más personas tengan que seguir soportando padecimientos contra su voluntad y por las convicciones religiosas o morales de terceros. Y también ya es hora de que el Gobierno, en cabeza de la ministra del Interior, se pronuncie sobre el proyecto y tome una posición, que espero sea la de acompañar y reglamentar la consagración de este derecho esencial para proteger la dignidad de la vida humana.